El frío de la mañana del día en el que se daban las vacaciones de Navidad a finales de los años 80 y principios de los 90 se combatía con un vino en la mano o con un corto de cerveza, que venía a ser lo mismo cuando uno tenía veinte años y pocas razones para preocuparse. A veces era un botellín, si el bolsillo estaba generoso. La vida parecía infinita, como la ronda de bodegas, que nunca acababa aunque siempre acabábamos nosotros: El Pescador, El Pardal, el sordo, el Tigre, Seisdedos, Golosa, El Peguito… una enumeración que hoy suena a elegía porque casi todas han desaparecido, llevándose con ellas esos pinchos a base de huevo cocido, pimiento crudo o un casco de cebolla con pimentón. Nada culinario, sólo combustible para el bebercio.
El frío del Bierzo de entonces obligaba a ciertas concesiones estéticas. Las cazadoras de cuero negro de los heavys se sustituían muchas veces por aquellas cazadoras “coreanas”, verdes o azules, con el interior naranja y pelo en la capucha. Ha tenido que llegar TikTok para explicarnos que ese pelo iba hacia dentro, para proteger las orejas, aunque nosotros sobrevivimos sin tutoriales. Las camisetas de bandas, los vaqueros ceñidos y las botas militares eran territorio compartido con los punkis, que tampoco estaban para exquisiteces. Por las calles cercanas empezaban a verse las primeras Vespas con filosofía mod: pantalón de vestir, polo, deportivas y parka ellos; minifalda y botas altas ellas, como si el frío no fuera con ellas.
También estaban los rockers, que llegaron a ser muchos, con sus cazadoras de cuero llenas de cremalleras, cinturones de hebilla grande, botas camperas y tupés que desafiaban a la gravedad y al sentido común. Los pijos, con sus náuticos, camisas pastel y jerseys Privata, como si vivieran en un anuncio. Y los breakers, con chándal y botas de baloncesto desatadas, siempre a punto de echar a correr aunque no supieran muy bien hacia dónde.

Toda la juventud de la ciudad acababa allí, junta pero no revuelta. Cada tribu defendiendo lo suyo como si le fuera la vida en ello, y luego ese gran grupo indefinido en el que cabía casi todo. Zara acababa de empezar y su ropa aún no dictaba sentencia: uno era muchas cosas a la vez sin saberlo.
Las bodegas eran pura intensidad. Besos, abrazos, saludos exagerados, exaltación de la amistad, amores que empezaban y otros que se rompían sin previo aviso. Risas, lágrimas por los suspensos que vislumbraban unas vacaciones de Navidad difíciles y, de vez en cuando, algún exceso que terminaba de forma abrupta: una vomitona rojiza en mitad de la calle que los demás esquivaban con cuidado, como si fuera una trampa, Después sujeto por un par de amigos se iba a dormir la siesta a la ladera del castillo, no era muy buen plan volver a casa en ese estado.
Los que sobrevivían a la mañana, podían terminar aquel primer día de vacaciones en el 19 o en Caravel.
Socializar, entonces, era eso.
Y se escribía en mayúsculas.
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